La inseguridad al respirar, los ojos cerrados. Abrazadas, muriendo mientras imaginan el futuro, una proyección endeble, sutil. La poco convencional lágrima recorre de manera autónoma una mejilla, luego la otra, empapa las sábanas de dolor, de algo que fue y ya no existe más. Las ganas de volver con un respirar hondo, un parpadeo agitado pero imperceptible, y la más usual de las sensaciones; cosquilleo, en el estómago.
Tengo la inestabilidad fresca, recién hallada, me involucré en algo que es poco probable dejar, de modo en que me convencí de lo bien que estaba, estoy. Sola de alma, solo mi espíritu, rehacerme como nueva meta.
Me comencé a oír; cada tres segundos inspiro, en uno o dos exhalo, en cinco pestañeo, en diez me trago las palabras y en quince las vomito, vómito lleno de pasión, pues hay algo que me impide la acción. Surgen mis inquietudes a altas horas de la noche, el sueño me abandona y se olvida por un gran rato de mí, oigo el cantar de las aves mientras la luna se oculta, se oculta tras tan difícil aparición por montañas que alumbró. No quiero olvidar la fuerza, mi propia y única habilidad.
Mi cuarto deshabitado, estando yo, me resulta enorme por tal vacío, falta de deseos, de sentimientos, y principalmente de coraje.
Las ganas se han vuelto ligeras en relación a las de antes, no puedo escupir el malestar y soy esclava de otros seres humanos que pretenden ser dueños de mí. Somos privados de libertad sin inmutarnos, debemos rendir cuentas a personas que no somos nosotros mismos y la moral nos obliga a pensar que esto es lo adecuado. Prematura a decidir, resignada a acatar, ofuscada razonablemente.
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